
Los catorce hombres que se turnaban para poseer la llave eran el carcelero.
En la celda, oscura e insalubre, peor que un lunes purulento, apenas una lata de galletas grande y oxidada, alguien que una vez había sido un ser humano.
Agua sucia y un mendrugo de pan duro, roído, para el encorvado. A veces ni eso.
Cinco minutos de luz al día a través de una claraboya. A veces ni eso.
Había olvidado su nombre y apellidos y perdido la mayoría de los dientes. Las marcas que hacía en las paredes con el latir de las uñas rotas eran menos profundas que las de sus costillas.
Hasta cuándo, dónde, por qué.
Hacía preguntas que el carcelero no respondían.
Cuando se dormía la puerta al final de la escalera se abría silenciosamente.
Hombres enmascarados tratando de no respirar aquel hedor nauseabundo. El banquete de una rata en descomposición se les antojaba un perfume en comparación. Pero merecía la pena contemplar su creación.
Despertaba, siempre despertaba. Solo.
El ser suplicando por la muerte hasta que unas palabras resonaban en su mente. Las había pronunciado el carcelero.
«Cuando mueras tu hija morirá».
Su hija. Se llamaba Andrea. Se llamaba Sandra. Las ratas de su cerebro lo roían todo, qué voraces.
Escuchó unos pasos ligeros, como gotas sobre un jazmín. Una mujer. Ahora eran quince.
Sandra, Andrea, no importa, algún día olvidará y entonces podrá descansar por fin…
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Quizás, si cuando el telón baja no comienza otra función. Quién sabe.
Fuerza y Honor.
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¿Y cuándo llegaría el fin? Semejante sufrimiento no puede llamarse vida.
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La incerteza es el fundamento de esa no vida. El verdadero castigo consiste en no saber si te faltará pared donde apuntar los días.
Sonrisas.
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Un relato enigmático, lleno de drama y tristeza. Muy bien contado Joiel. Creo que tardaré en olvidar al pobre ser que has creado. Saludos.
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Algunos actos merecen reparación, otros sencillamente venganza.
Sonrisas.
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