
Fue hallada entre las rocas de una playa de cielos enfrentados, al relente calmado del suspiro, con las olas rompiendo incesantes en quebradiza armonía. No una gaviota de pico torcido sino un cuervo viejo había decidido cobijarse entre los escuálidos brazos con marcas en declive como recuerdos de algunas historias tristes, y graznó cuando se la llevaron unos hombres creyéndola esbozo de bruma espejada. El cuervo los juzgó sin alma, oficiantes de ceremonias quebradas. La sacaron de las aguas como si fuera un dibujo animado a lápiz.
Un pescador, veterano de aquel y otros oficios donde días y noches se confundían en sangre aguada, la había descubierto en los primeros minutos del amanecer mientras faenaba, los pensamientos dispersos entre las nostalgias de las fotografías que languidecen y el rumiar de su inquebrantable enfermedad. Llamó a la policía y dos agentes la arrancaron entre lamentos de pájaro negro y la risa del mar, su último acunar, una nana de murmullos resbalando como pieles perladas de sudor.
No quedaba sitio en la sala de autopsias de la morgue frente al faro. La dejaron en la floristería que antes fuera comienzo del bosque.
Cuando el lunes encontraron un sitio donde estudiar a Julieta -así dieron en llamarla- y su desdicha, descubrieron flores saliendo de su boca exclamativa. Quisieron retirarlas y no pudieron. Tuvieron que cortar los tallos con tijeras que parecían orejas de ratón animado. De alguna forma al cadáver le nacían flores entre los labios. Fuertes y profundas eran sus raíces, principios de tristes finales.
Juzgaron conveniente no mover el cuerpo ante fenómeno tan insólito, y como aquellas flores parecían sin ser crisantemos, dejaron que se las llevasen aquellos que se acercaban al cementerio a visitar a sus difuntos, hijos que tuvieron padres, madres que tuvieron hijas.
Pronto descifraron los efectos maravillosos de estos brotes exhalados, tras exhumar el cuerpo de una niña para realizar una prueba de ADN y confirmar que era quien había creído ser siempre. Encontraron que a la niña Madonna algo le había hecho sonreír tras casi dos años allí enterrada, como escondida de todos.
Con los demás cuerpos ocurrió algo similar. Aquellos que eran exhumados mostraban sonrisas abiertas, horizontales y en diagonal, y en cuanto un cuerpo hacía su entrada en el camposanto llevado a hombros, imposible resultaba no echar un vistazo bajo la cruz y la tapa y observar que también ellos sonreían, las manos serenas puestas sobre el vientre, una encima de la otra, como si hicieran el amor con sosiego. Cuanto mayor era el gesto de dicha más miedo infundían al enterrador, figura ecléctica de capa y sombrero de ala ancha, el porte de un tanque de guerra sobre el promontorio, los bolsillos rebosantes de dádivas que habían vivido tiempos mejores y un reloj que nunca había dado más que pesares.
Eran las flores, decían unos, es cosa de Julieta que más que bruja era un aquelarre, aseguraban quienes habían tenido la suerte de sentir de cerca aquella palidez, sus labios de púrpura, el invierno de su piel surcada de gotas de rocío atesorando misterios, resguardando momentos atávicos, pues nadie sabía quién era, lo que sus dedos habían dibujado una vez ni sobre qué tapices.
Pasaron semanas, algunas hojas de calendario, el juez permitió que la chica que hacía germinar (de)lirios fuera enterrada. Al cortejo acudió todo el pueblo, y a los niños les dio por llorar, y a las niñas por decir que querían ser como ella por siempre, sombras de quien no se había proyectado jamás. Algunos viejos quisieron acompañarla, lanzarse al agujero negro tras rasgarse las vestiduras oscuras y los lobos y los perros aullaron desconsoladamente, compartiendo un mismo pesar. Ninguna ópera había llegado tan lejos antes. Era la pena el vino derramado de aquel acto sacramental.
El enterrador comenzó a ejercer su ministerio dando paladas de tierra antes de que el sacerdote acabase de parlamentar, más bien musitar, sobre el reino superior desde el reino inferior, frases inconexas, de puntos suspensivos en larga procesión, y el viento sopló dejando que las hojas semejaran flores de cerezo, sudarios pálidos como la espuma cuando el mar arroja sus pasiones. Comenzó a llover mientras el sol se retiraba por el oeste apresurado y todos creyeron oír lo mismo, una voz de mujer diciendo adiós, adiós, adiós. Era su sentir intenso, como muerden algunos reptiles al nacer bajo el sol o lejos en el frío. Las nubes existen porque no pueden romperse, y su voz enmudecida formaba ya parte de aquel cielo plomizo hecho a puñaladas baldías.
Pensaron que era Julieta despidiéndose, obsequiando una última flor al recuerdo del imaginario popular, pero en la caja su cuerpo, cubierto de colores perfumados, permanecía inalterable, rezumando bondad en el gesto pero con la sonrisa contenida y los ojos cerrados, párpados rendidos ocultando esmeraldas y azabache. El carmín parecía haberse corrido. Pronto las raíces de la tierra mojada fueron manos envolviendo el féretro envejecido, atrayéndolo consigo, tomando posesión de aquellos huesos todavía envueltos en delicada piel para arrastrarlos hasta lo profundo. Porque ella es mía y ahora, por fin, de nadie más. La hojarasca fue aliento entrecortado.
Cuando todo terminó los vecinos regresaron a sus hogares sin pronunciar palabra, cabizbajos, arrastrando los pies por los caminos de tierra un millón de veces frecuentados, deseosos de ahogar los llantos bajo la almohada, en las tinieblas de una habitación con la penumbra crepuscular lamiendo cada poro de piel y sufrimiento.
Las flores se las llevó el viento, las olas siguieron rompiendo contra las rocas y nadie supo jamás de aquel cuervo sensible, el último de su especie, atento a quienes entraban y salían de un restaurante entre montañas donde unos hombres malos dedicaron un brindis a María, la chica confiada de la sonrisa cristalina.
La vida se nos llena de pequeños milagros, pero sólo los cuervos conocen el idioma en que se escriben.
Me gustaLe gusta a 3 personas
La vida nos ofrece luces y sombras, nuestra es la elección.
Fuerza y Honor.
Me gustaMe gusta
Te felicito por la atmósfera que has creado en este relato y por el lirismo del lenguaje.
Me ha encantado.
Me gustaLe gusta a 3 personas
Las palabras decidieron bailar, será que les gustó la música.
Sonrisas.
Me gustaMe gusta
Es… magia… procesi´ón de puntos suspensivos.
Me gustaLe gusta a 2 personas
Lo es, magia en estado puro.
Sonrisas.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Wow, Alanis. No la conocía. Más gente debería escuchar esta canción y reflexionar sobre la letra.
Y el cuento también me ha gustado, claro: cuervo, flores, sonrisas.
Me gustaLe gusta a 2 personas
La magia tras una canción que no conoce límites.
Sonrisas.
Me gustaMe gusta
La añoranza que queda gravada a fuego en la piel de quién vivió algo extraordinario. Un adiós que deja una mancha negra que jamás podrá borrarse…
Me gustaLe gusta a 2 personas
Lo que no se borra es siempre una despedida con ecos.
Sonrisas.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muy cierto! ☺
Me gustaLe gusta a 1 persona
Bello, bellísimo y estremecedor relato, un cofre del tesoro abierto, herrumbroso, mas repleto de imágenes y brillos de gemas y oro. Un vitral de vivos y luminosos colores en una abadía abandonada, donde los rayos del sol se desplazan por los muros de piedra como serpientes de luz arcoíris emergiendo de las sombras, reflejando una vida que nunca tendrán.
El relato me ha convocado a Tori Amos y su Me and a gun, cosas de la magia…
Me gustaLe gusta a 2 personas
Palabras que encuentran otras palabras, al final todo se resume en eso. Es disfrutar el momento y los momentos que a su vez genera, ya sean ríos o lluvia efímera.
Fuerza y Honor.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Reblogueó esto en Q. M.y comentado:
Realmente impresionante. Una joya perfectamente tallada y engarzada, un sol en miniatura de brillos cegadores.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Leer la belleza de sus letras disfrutando a la vez de las flores y sonrisas que hacen brotar en nosotros sí que no se borra. Magnífico relato!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Y sin ananos, no sé en qué estaría pensando.
Me gustaLe gusta a 1 persona